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Martes 2 de Septiembre 2025
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Septiembre es el mes del inicio del año escolar, seguido del inicio del año de catequesis. Un mes en el que se invitará especialmente a las madres cristianas a asumir con su propio genio —de manera no exclusiva pero insustituible— la responsabilidad de la transmisión que está en el corazón de su vocación. Para vivir este nuevo año escolar con alegría y serenidad, podrán encontrar ayuda e inspiración al reconectarse con las devociones tradicionales de santa Ana, la madre de la Virgen María, patrona de los educadores y catequistas.
¿Acaso no fue santa Ana una buena madre?
Ni el Nuevo Testamento, ni siquiera los evangelios apócrifos, nos hablan de la forma en que santa Ana educó a su bendita hija. Esta devoción particular, que inspiró a tantos artistas, no ha sido revelada, ni siquiera sugerida por una antigua tradición: nació de una deducción bastante lógica. De hecho, la historia nos enseña que, en el momento del nacimiento de María, en el pueblo judío, eran las madres las que educaban a sus hijas. Y en particular, les enseñaban a leer haciendo que aprendieran de memoria, y luego comprendieran, versículos de la Torá y los salmos. Luego, al hacer que transcribieran, les enseñaban a escribir.
Es legítimo pensar que santa Ana fue, desde este punto de vista, una buena madre: una madre especialmente inspirada por el Espíritu Santo para criar a la pequeña María como convenía, hasta el pleno cumplimiento de su inefable vocación. Y, en efecto, María, tal como nos la revela el evangelio –una joven esposa de 15 o 16 años–, se nos presenta no solo llena de gracia, sino también instruida en lo fundamental, hasta el punto de encontrar en la Escritura las palabras de la alabanza espontánea que eleva al cielo en respuesta al saludo de su prima Isabel (cf. Lc 1,39-55)[1]. Por lo tanto, con razón, la lógica devoción a santa Ana, como modelo de madres, educadoras y catequistas, ha sido siempre, desde hace más de mil años, aprobada y fuertemente alentada por la Iglesia.
La talla en madera policromada que adorna la portada de Magnificat es un admirable testimonio de ello. Fue realizada por el Maestro de San Benito, activo a principios del siglo XVI en Hildesheim (cerca de Hannover, Alemania). La obra impresiona tanto por su calidad como por sus dimensiones: las figuras sedentes están representadas a tamaño natural.
Mientras que en ese tiempo en Roma triunfaba el Renacimiento con las esculturas de Miguel Ángel (1475-1564), esta obra pertenece al gótico renano tardío, especialmente por el arquetipo de las figuras y la convención de los paños voluntariamente ahuecados con profundas sombras. Pero se vislumbran ya en ella avances que anuncian un nuevo estilo que, curiosamente, prescindiría del estilo renacentista propiamente dicho y pasó directamente al barroco. Así lo evidencian, por ejemplo, la tendencia a la exuberancia en el volumen de las vestiduras, que al mismo tiempo comienzan a insinuar un cuerpo vivo bajo su plasticidad, o la expresión de santa Ana, tan elocuente en su misma contención.
El momento en que el Antiguo Testamento se cierre y el Nuevo se abre
Aunque pertenece a la misma tradición, esta obra es muy original en comparación con el tipo dominante en este tema de la educación de la Virgen. En primer lugar, María coronada ya no es una niña. Es una joven que tiene la misma altura de su madre y que se coloca a su lado, al mismo nivel, y ya no en la perspectiva del maestro que domina al discípulo. Luego vemos que, con su mano izquierda, santa Ana invita a su hija a seguir aprendiendo del libro del Antiguo Testamento que tiene en su regazo y cuyas páginas pasa con la mano derecha. Pero el rostro de María revela que está en otra parte, no porque no esté atenta a la lección, sino porque ha llegado la hora de dejar de ser discípula de la Escritura y de realizar en lo más profundo de sí misma lo que ha aprendido de ella.
Ana comprende que está ante un momento insólito: de repente, la expresión de su rostro desmiente el gesto de su mano; ella mira fijamente el libro que María sostiene cerrado sobre sus rodillas. Su rostro se ilumina con una dulce sonrisa. Ella lo ha entendido: podrá cerrar el libro del Antiguo Testamento, mientras que con su fíat María, bendita entre todas las mujeres, abrirá el libro del Nuevo Testamento: «Hágase en mí según tu palabra, para que en mi seno se cumpla la Escritura como Espíritu y Vida, para que por mí el Verbo de Dios sea traído al mundo»[2].
Así, gracias al genio del Maestro de San Benito, se nos ofrece la oportunidad de redescubrir hasta qué punto un artista inspirado se atrevió a exhortar a las madres cristianas, y por supuesto, ahora, en nuestra civilización postcristiana, ¡inspira tanto a las abuelas como a las madres!
[1] El cántico del Magníficat se compone principalmente de reminiscencias de los salmos y del primer libro de Samuel.
[2] En este sentido, en muchas obras comparables de los siglos XIV al XVI, el libro del Antiguo Testamento que lleva santa Ana termina con la frase del Nuevo Testamento que significa su perfecto cumplimiento: Et Verbum caro factum est (Y el Verbo se hizo carne, Jn 1,14). A partir del siglo XVIII, los artistas, deslumbrados por las luces del racionalismo, perdieron el sentido último de la iconografía tradicional de la «Educación de la Virgen», y solo representaron en el libro un abecedario.
Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
• La Educación de la Virgen, Maestro de San Benito (atribuido, Ca. 1510-1530), Museo de Arte de Filadelfia (EE.UU.). © Bridgeman Images.
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