El comentario de la portada
Rembrandt, el evangelista por Pierre-Marie Dumont
REMBRANDT FUE SU NOMBRE DE PILA; van Rijn, su apellido. Noveno hijo de un molinero protestante y una madre católica, se convertiría a la vez en un gran cristiano y en un inmenso artista.
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A la edad de 18 años, en 1625, dejó a sus maestros y abrió su propio taller en Leiden (Países Bajos). Ese mismo año pintó el primer cuadro que conocemos con certeza de su mano: La lapidación de san Esteban. Dos años más tarde, en 1627, firmó la obra que adorna la portada de MAGNIFICAT de este mes. Acaba de cumplir 20 años y su fama comienza a extenderse. ¿No escribió entonces el famoso arqueólogo van Buchell: «Todo el mundo alaba al hijo de un molinero de Leiden, pero a mí me parece prematuro»? ¿Prematuro? Probablemente no, ya que en 1629 varias de sus obras entraron en las colecciones de los príncipes de Orange-Nassau (la familia llamada a reinar en los Países Bajos) y le llovieron los encargos.
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Rembrandt representa aquí el preludio de la presentación de Jesús en el templo (cf. Lc 2,25-38). Estamos en un atrio del templo de Jerusalén. Una luz celeste pasa a través de una ventana –se distingue la sombra del marco y los travesaños en la pared del fondo– e inunda el escenario. Como contraste, detrás de la columna de la entrada, el interior del templo está sumido en una oscuridad total: las luces de la ley mosaica se han extinguido ante la «Luz que se revela a las naciones y gloria del pueblo de Israel» (v. 32). Para significar esto, en un candelero que cuelga de la columna, la vela acaba de apagarse. La luz que baña el exterior del muro del templo nos permite ver que está agrietado: «Pronto no quedará piedra sobre piedra» (Mt 24,2).
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Después de tomar al niño Jesús en brazos, el anciano Simeón dio gracias a Dios declamando el Nunc dimittis, ese cántico que se ha convertido en el modelo insuperable de nuestra oración antes del descanso nocturno. Al fondo aparece la profetisa Ana, que da gracias a Dios por el niño. José aparece en primer plano a contraluz; Simeón está sentado en un saliente y se inclina sobre María, arrodillada como su esposo, orando ante su hijo y su Dios. Mientras Simeón bendecía con su mano derecha a la bendita entre todas las mujeres, le dijo:
Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –y a ti misma una espada te traspasará el alma–, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones (Lc 2,34-55).
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En esta obra temprana, Rembrandt ya utiliza el claroscuro para mostrar la frontera entre la luz y la oscuridad, entre el bien y el mal, entre la caída y la elevación, entre la vida y la muerte, entre la perdición y la resurrección. Ahora bien, Simeón le revela que esta frontera pasa justo en medio del corazón de cada uno de nosotros. A partir de entonces, Rembrandt se dedicaría cada vez más a manifestar esta revelación. En cada una de sus obras, se pone en juego el drama de la salvación. Cada vez más explícitamente, la claridad significará lo celestial y divino que brota para cada uno de nosotros en la vida y la bienaventuranza, mientras que la oscuridad simbolizará lo terrenal y diabólico que puede engullirnos en la muerte y la condenación.
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Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
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• Simeón y Ana en el templo (1627), Rembrandt (1606-1669), Kunsthalle, Hamburgo, Alemania. © BPK, Berlín, Dist. RMN-GP/imagen BPK