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El fruto de la tierra y del trabajo de los hombres
Pierre-Marie Dumont

Misa de San Gregorio, ant. 1480
Diego de la Cruz
Tras la muerte de Pelagio II en el año 590, le sucedió en la sede pontificia Gregorio Magno, papa fundamental en el desarrollo de la espiritualidad de la Europa medieval, gran mediador político y uno de los mejores escritores de la tradición cristiana. De hecho, hoy es venerado como doctor de la Iglesia occidental junto a san Ambrosio de Milán, san Agustín y san Jerónimo.
Para conocer mejor a nuestro protagonista tendríamos que remontarnos al año 540, cuando nace en Roma, en el seno de una familia patricia que vivía una profunda espiritualidad. Siguiendo el modelo paterno, el joven Gregorio se preparó para la carrera administrativa y llegó a ser prefecto de Roma, lo que se reflejó años más tarde en su brillante gestión de asuntos eclesiásticos. Sin embargo, la riqueza de su vida interior lo impulsó a abandonar la vida civil para acogerse al monacato, transformando su palacio, en la romana colina del Celio, en el monasterio de San Andrés, donde se dedicó a la oración y al estudio.
Su valía no pasó desapercibida al papa Pelagio, quien lo nombró diácono, enviándolo a Constantinopla, donde entró en contacto con la tradición bizantina y luchó contra la herejía monofisita. Años más tarde, el pontífice lo reclamó de nuevo en Roma como su secretario personal.
De esta vida anterior al papado, las imágenes del santo reflejan su formación intelectual y sus muchos escritos, ya que a menudo es representado portando manuscritos o como escriba en el instante de recibir la inspiración divina. A la vez, sus retratos suman la tiara papal para recordar que se trata de uno de los pontífices más relevantes de la historia de la Iglesia.
Entre las escenas narrativas protagonizadas por san Gregorio la más repetida entre los siglos XIV y XV es la que reconocemos en esta tabla de Diego de la Cruz, La misa de san Gregorio. El pintor, del que apenas tenemos documentación, fue sin duda uno de los grandes introductores en Castilla de las novedades técnicas e iconográficas que llegaban desde el norte de Europa. Su obra se centró en el ámbito burgalés, próximo al taller de uno de los maestros más significativos de la su época, Gil de Siloé, que trabajó tanto en la catedral de Burgos como en la cartuja de Miraflores. En ambos emplazamientos tenemos constancia de que lo acompañó Diego de la Cruz para policromar los retablos realizados por este escultor.
Su presencia junto a Siloé, así como los caracteres que identifican su pintura, explican que la obra de Diego de la Cruz se enmarque en la escuela hispanoflamenca y que incluso se haya planteado su nacimiento en los Países Bajos, sin que conste documentalmente este extremo. Más allá de este dato, lo que sí podemos apreciar es la notable influencia en la obra de Diego de la Cruz de Rogier van der Weyden, con gran reconocimiento en la Castilla del siglo XV. Esto se refleja en la asimilación de dos caracteres que se revelan en la obra que contemplamos: realismo y detallismo.
Procedente del monasterio burgalés de Fresdelval, la tabla recoge un acontecimiento vinculado a este santo desde el siglo XIII en una doble narración. Por una parte, se cuenta que una mujer que regalaba con frecuencia panes al papa Gregorio para que los consagrase en la Eucaristía dudó del misterio de la transustanciación, por lo que, en el instante de la consagración, se apareció sobre el altar el propio Cristo. Habitualmente, cuando se hace referencia a este instante, se representa la elevación de la Sagrada Forma en continuidad con la figura de Cristo, detalle que Diego de la Cruz obvia en esta pintura, donde el protagonista presenta el gesto orante de la plegaria.
Esto nos lleva a pensar en la recreación de un segundo relato que señala que un monje fue acusado de romper el voto de pobreza por conservar en su celda monedas de plata, lo que motivó su excomunión. Al poco de este hecho, el monje falleció y el papa Gregorio comenzó a ofrecer misas por la salvación de su alma. La fuente literaria señala que, tras treinta días, al oficiar la Eucaristía, se le apareció sobre el altar Cristo como Ecce Homo, lacerado con las llagas de la pasión, revelándole que el monje había sido salvado. De ahí que todavía hoy se mantenga la costumbre de ofrecer las denominadas «treinta misas gregorianas» por los difuntos.
Este argumento explica que se trate de un tema de carácter funerario, a menudo asociado a los retablos de las capillas destinadas a tal fin. Esta idea queda aseverada en la versión de Diego de la Cruz por la presencia de la donante, arrodillada en primer término de la composición y enlutada en sus ropajes. Aunque no conocemos la identidad de la dama, podemos aventurar que encargaría esta pintura para su espacio funerario, convirtiéndose en este caso a su vez en testigo del milagro.
Flanqueando a san Gregorio, simétricamente se disponen los diáconos que le ayudan en la celebración. El de su derecha levanta la casulla del oficiante dejando ver una cascada de pliegues quebrados que evidencian la vinculación del pintor con la escuela de los primitivos flamencos. Sobre el alba, modelada a partir de un sutil claroscuro, se superpone en las tres figuras centrales un riquísimo brocado de oro que manifiesta el conocimiento del pintor de los ricos textiles intercambiados entre Burgos y los Países Bajos en el siglo XV.
Este decorativismo se hace extensivo a la orfebrería litúrgica del cáliz, el aguamanil y los candelabros que ennoblecen el altar. En estos motivos podríamos hablar de la diferenciación de texturas en todos los pormenores, como se aprecia en las inscripciones del misal. La policromía de las casullas conduce nuestra mirada a la tiara papal de triple corona y al cardenal que asiste al oficio en el plano más alejado de la composición. Junto a él, jerarquizado en sus proporciones, san Andrés se identifica por su cruz en aspa y nos recuerda la advocación del cenobio en el que comenzó su vida monástica Gregorio Magno.
Pero, sin duda, lo más notable de la iconografía de la Misa de san Gregorio son los rostros y símbolos propios de la pasión de Cristo que completan la aparición divina. Hablamos entonces de las armas Christi, entre las que podemos reconocer los clavos de la crucifixión, la corona de espinas, la esponja empapada en vinagre, los flagelos o la escalera para el descendimiento. A estos se unen bustos que evocan este mismo ciclo cristológico, como el de Judas junto a Cristo refiriendo la traición o el de Pedro en paralelo a la criada y al gallo en recuerdo de la negación. Así, cuando los fieles contemplan la pintura, se les invita a meditar sobre la pasión, a la par que se hace explícito que la Eucaristía es renovación del sacrificio de Cristo. Esta idea queda reforzada por el gesto del Ecce Homo llevando su mano a la herida del costado, de la que manan agua y sangre, por lo que los textos patrísticos ya trazaron una vinculación simbólica entre el bautismo y la Eucaristía.
Diego de la Cruz era conocedor del profundo simbolismo propio de los primitivos flamencos, tal y como se muestra en esta obra. Su dominio del óleo, su pericia técnica, contrastan con el arcaísmo a la hora de trabajar el espacio, persistiendo el fondo dorado, del gusto de los comitentes castellanos del siglo XV, junto a la intención de abrir profundidad en el primer término de la composición mediante la perspectiva lineal. Aunque su pintura quedara eclipsada por la de los maestros flamencos que formaban parte de las colecciones del rey Juan II o de su hija Isabel la Católica, podemos decir que Diego de la Cruz contribuyó al renacer de la pintura de la segunda mitad de siglo XV colaborando con sus tablas o el policromado de las tallas a la estructura de retablos al servicio de la liturgia.
María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
Misa de San Gregorio, ant. 1480, Diego de la Cruz , Museo Nacional de Arte de Cataluña © Éric Vandeville/akg-images.
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Alessandro Filipepi (1445-1510), apodado Botticelli, comenzó a trabajar como orfebre en el taller de su hermano mayor, Antonio. Mantendrá el arte de dibujar con trazo limpio y preciso, a modo de cincel. A la edad de 22 años entró en el estudio de Filippo Lippi (1406-1469). Allí, para alimentar la devoción privada de las familias nobles de Florencia, se especializó pronto en la producción de Vírgenes con Niño. Su talento ya excepcional fue descubierto por Lorenzo de Médici, conocido como el Magnífico. En 1470, con 25 años, creó su propio taller.
La Virgen con el Niño que adorna la portada de este mes en MAGNIFICAT es particularmente interesante porque manifiesta la eclosión del estilo de Botticelli. Datada a principios de la década de 1470, esta obra todavía manifiesta el espíritu de las creaciones «comerciales» del taller de Lippi; sin embargo, se revela ya en ella un estilo mucho más personal que haría de Botticelli uno de los astros más brillantes de la constelación de los genios florentinos.
La evolución más llamativa radica en la espléndida belleza de los personajes. Sus rostros destacan como retratos, y con razón: el ángel, vestido como un joven príncipe, es sin duda un autorretrato; la modelo de la Virgen María es Simonetta Vespucci. Con-siderada la mujer más bella del mundo, adorada por los Médici, encarnaba el ideal femenino para los artistas de la corte. Murió en 1476, a la edad de 23 años. Fue el amor platónico de Botticelli, hasta el punto de que él anotó en su testamento su voluntad de ser «enterrado a sus pies». Cuando murió –treinta y cuatro años después que ella–, su voluntad fue escrupulosamente respetada. Sus tumbas todavía se pueden visitar hoy en la iglesia franciscana de Ognissanti en Florencia.
Este «retrato» de la Virgen María revela así la primera manifestación de la marca original del genio de Botticelli: la belleza trascendente de los rostros de sus personajes que, como absortos en una misteriosa contemplación, expresan una especie de melancolía. Esta expresión melancólica es muy conmovedora porque sugiere más la profundidad de los sentimientos que una tristeza real. Notemos también la sublime transparencia de las aureolas de polvo dorado –cruciforme con rubíes en el niño Jesús– que manifiesta la permeabilidad que se ha establecido entre la vida divina y la vida humana.
Misterio incomparable de este Santísimo Sacramento
El ángel presenta al niño Jesús un jarrón de estaño de los Médici que contiene racimos de uvas –signo de su sangre derramada– en los que se clavan espigas de trigo –signo de su cuerpo entregado–. Con un movimiento de su mano, el niño Jesús bendice el presente, el fruto de la tierra y del trabajo de los hombres, y lo reconoce como propio. María, su madre, toma una espiga de trigo, dando a entender con este gesto que acepta comulgar la Eucaristía que hará de su vida su divino Hijo.
A los pintores del primer Renacimiento les gusta representar como fondo de las escenas de la Natividad las ruinas de edificios señoriales, para simbolizar la cercana obsolescencia del mundo antiguo, así como del Templo de Jerusalén. Para estructurar el fondo de su representación de la Virgen y el Niño, Botticelli inau-gura una nueva era en la historia de la salvación erigiendo una especie de pórtico de mármol, que significa el mundo cristiano ya en construcción. Con perspectiva, emergiendo en sus vanos, un paisaje que evoca la realidad actual de este nuevo mundo: el curso del Arno, en cuya orilla se eleva una iglesia y cuyas olas corren a irrigar la Florencia de los Médici.
Pierre-Marie Dumont
Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco
Virgen con el Niño y ángel (1470-1474), Sandro Botticelli (1444/5-1510), Museo Isabella Stewart Gardner, Boston, EE.UU. © Museo Isabella Stewart Gardner/Bridgeman Images.
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