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¡Ven, Luz de nuestros corazones!
Pierre-Marie Dumont

Cristo y la samaritana, Ca. 1650-1652
Alonso Cano (1601-1667)
Una de las escenas del Nuevo Testamento que encontramos en los frescos de las catacumbas, en los orígenes de la iconografía cristiana, es el encuentro de Cristo con la samaritana (Jn 4,1-42). En el ámbito funerario de las catacumbas, el episodio narrado por el evangelio de san Juan se mostraba como paradigma de la salvación, completando programas iconográficos dominados por personajes del Antiguo Testamento. La samaritana reflejaba la continuidad de la historia de la salvación en composiciones muy simplificadas, donde bastaba la presencia de Cristo y de la mujer en el pozo de Sicar, que, además de referir el marco espacial, es atributo iconográfico para la identificación del tema.
La pintura de Alonso Cano, que hoy contemplamos de forma aislada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid), formó parte de un conjunto mayor constituido por ocho lienzos destinados inicialmente a la Cartuja de Santa María de las Cuevas, en Sevilla. En esta ciudad se multiplicaron en el siglo XVII fundaciones religiosas donde se dieron cita los pintores más relevantes de la época, como se aprecia en la serie realizada por Francisco de Zurbarán para esta Cartuja.
Cuando Alonso Cano realizó esta pintura ya había alcanzado su madurez como un artista polifacético que cultivó también la escultura y la arquitectura. Dominaba el dibujo, instruido por su propio padre, quien, desde su taller de carpintería, emprendió además la talla de retablos. En 1614 Alonso Cano se trasladó con su familia a Sevilla, donde Francisco Pacheco ya se había consagrado como gran maestro y como uno de los mejores conocedores de las exigencias propias de la Contrarreforma respecto a las imágenes sacras, a las que se pedía solemnidad y rigor respecto a las fuentes. También nuestro pintor se sumó a sus enseñanzas; durante sus años de aprendizaje conoció a Velázquez y a Martínez Montañés, uno de lo más notables artífices de la escultura procesional de la Escuela sevillana.
Los numerosos encargos que recibió en Sevilla y la obtención de su maestría en la ciudad en 1626 no impidieron a Alonso Cano abrir nuevos horizontes, por lo que en 1638 se trasladó a Madrid, a la corte de Felipe IV, gran mecenas de las artes. Durante su estancia en Madrid, donde gozaba del apoyo del conde duque de Olivares, Alonso Cano también hubo de restaurar las pinturas que habían quedado afectadas por el incendio acaecido en el palacio del Buen Retiro en 1638.
Las colecciones pictóricas en el Alcázar de Madrid sirvieron a Alonso Cano para adentrarse en los maestros italianos y flamencos. A las pinturas religiosas que habían dominado hasta entonces su producción, se sumaron retratos de los reyes. La admiración y estudio de las pinturas del Alcázar le llevaron a reparar especialmente en los venecianos, convirtiéndose en un gran colorista, como se advierte en Cristo y la samaritana, tanto en los ropajes de los protagonistas como en las veladuras que definen el efecto de lejanía del paisaje.
Con gran delicadeza, Alonso Cano recrea el diálogo entre Cristo y la samaritana. A la retórica de los gestos de Cristo responde la escucha atenta y silenciosa de la mujer, cuyo rostro está fuertemente influido por las figuras femeninas del Veronés. Su inclinación nos conduce al cántaro con el que se disponía a sacar agua del pozo, un motivo que sigue modelos de cerámica coetáneos al pintor.
La mirada conmovida de la joven nos conduce hacia Cristo, revestido con tonalidades que evocan a la escuela veneciana y, a su vez, nos hablan de su doble naturaleza humana y divina. El rojo, color de la pasión, nos remite a su humanidad, y el azul, color del cielo, nos recuerda su divinidad. Sobre la policromía de túnica y manto, la gestualidad de sus manos recuerda al Greco, quien también tuvo a los venecianos como grandes referencias. Cristo está sentado sobre una roca –«Jesús, cansado del camino, se sentó junto al pozo» (Jn 4,6)–, que encuentra correspondencia con el brocal del pozo, modelado a partir de un sutil claroscuro, desprovisto de decoración para que la atención del espectador se centre esencialmente en la mirada de misericordia de Cristo hacia la samaritana.
Alonso Cano fue un pintor minucioso, que equilibraba sus composiciones con bocetos preparatorios y que, a menudo, se servía de estampas de otros maestros, como en este caso lo hace de la del holandés Pieter Jansz Saenredam (1597-1665), gran conocedor del Renacimiento veneciano. El maestro granadino convirtió la escena bíblica en pretexto para la realización de un paisaje donde contrastan zonas áridas y frondosas para expresar la fecundidad de vida derivada del encuentro con Cristo, el único que ofrece el agua viva. Mediante la superposición de veladuras, Cano consigue atrapar la atmósfera en el lienzo y captar la sensación de lejanía mediante la iluminación de los planos más alejados. A medida que nos introducimos en el entorno del pozo de Sicar, «junto a la heredad que Jacob dio a su hijo José» (Jn 4,5), la precisión de los primeros términos va dejando paso a formas indefinidas.
Al dominio del dibujo que determina la monumentalidad de las figuras se suma la técnica colorista dominante en el marco espacial. Precisamente en un punto intermedio de este apreciamos un segundo instante, apenas sugerido, que prácticamente pasa desapercibido. Nos referimos a la predicación de Cristo, esbozada tras la disposición de la mujer.
La intensidad expresiva de Cristo y la samaritana no se pierde en su contemplación en el Museo, tampoco el carácter narrativo referente al capítulo cuarto del evangelio de san Juan, pero, sin duda, su significado se potenciaba decorando los muros de Santa María de las Cuevas, acompañada de escenas del Antiguo Testamento. De estas, únicamente se conservan dos: Los trabajos de Adán y Eva tras su expulsión del Paraíso, en la Pollok House (Glasgow, Escocia), y José y la mujer de Putifar, en una colección particular de Ginebra. Todas ellas decoraron el refectorio conventual hasta que las tropas francesas las requisaron en 1810 y las llevaron hasta el Alcázar de Sevilla, donde se perdió la unidad del programa iconográfico, que contaba con lienzos dedicados al patriarca José y al rey David.
La unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento se manifiesta en la propia escena de la samaritana, quien remite al patriarca Jacob en sus palabras: «¿Acaso eres tú mayor que el patriarca Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?» (Jn 4,12). Así, la imagen se hace eco del salmo 32: «La misericordia del Señor llena la tierra», mostrando cómo del corazón de Cristo brota un amor que está por encima de convenciones sociales y prejuicios: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? Porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí» (Jn 4,9). Esto explica la conmoción de la mujer recreada por los pinceles de Alonso Cano en este lienzo.
María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte,
Universidad CEU San Pablo, Madrid
Cristo y la samaritana, Ca. 1650-1652, Alonso Cano (1601-1667), Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid. © Bridgeman Images.
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En activo hacia 1350-1390, Giovanni di Benedetto fue un famoso miniaturista y pintor de frescos. Fue uno de los maestros del taller adjunto a la corte de la familia Visconti, que, en la Edad Media, reinó sobre el Ducado de Milán (actual Lombardía en el norte de Italia). La miniatura que ilustra la portada de Magnificat este mes de junio procede de un misal libro de Horas que realizó hacia 1385. Representa la venida del Espíritu de Cristo sobre el mundo, como una paloma que envía los rayos de su luz desde lo alto del cielo.
Infunde Amorem cordibus
Este tipo de imagen del Espíritu Santo, él solo, inundando el mundo con sus rayos, fue utilizado a menudo a partir del siglo XIII como complemento de la representación de Pentecostés, especialmente en las obras de devoción privada. Se trataba de significar que, si en Pentecostés el Espíritu Santo fue enviado a los apóstoles para que ellos y sus sucesores fueran auténticos testigos de Jesús hasta los confines de la tierra, la comunión del Amor divino viene igualmente a llenar el corazón de los fieles cristianos hasta lo más íntimo para dispensar sus dones según la vocación propia de cada uno.
Giovanni di Benedetto representa aquí a la paloma en un círculo dorado, lo que simboliza que el Espíritu Santo es verdadero Dios, que procede del Padre y del Hijo. Pero, lo que es más sorprendente, adorna su cabeza con una aureola con la cruz roja, que suele ser, en el arte antiguo, el símbolo de Jesús resucitado. Lejos de tratarse de un error, estamos ante una brillante iniciativa con la que el artista concreta la misión del Espíritu Santo en la medida en que nos es enviado por el Hijo: así como Jesús fue dado a luz en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, así también, por obra del Espíritu Santo, Jesús permanecerá presente y activo entre nosotros tras regresar al seno del Padre. Así, lo que el artista quiere invitarnos a contemplar es precisamente este desenvolvimiento del misterio de la encarnación donde, desde la ascensión hasta la Parusía, el Espíritu de Jesús comparte con nosotros su comunión de amor –cada rayo de oro se dirige a uno de nosotros– para movernos a amarnos los unos a los otros como Jesús nos amó y, de este modo, actualizar la presencia activa de Cristo Jesús en el mundo, todos los días hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28,20).
Sine tuo nomine, nihil est in homine, nihil est innoxium
San Pablo nos confirma que «el amor divino es derramado en nuestro corazón por el Espíritu Santo» (Rom 5,5), capacitándonos para poner en práctica el mandamiento nuevo del Señor: ¿no es verdad que amar a los demás como Jesús nos amó sería imposible para nosotros sin la comunión del Espíritu Santo? ¿No es verdad que solo el amor a los demás desde un corazón rebosante del Espíritu de Jesús puede ser magnánimo y efectivo hasta el fin? ¿Y no ser nunca envidioso, pretencioso, orgulloso o inoportuno? ¿No es verdad que solo un amor que brota de un corazón rebosante del Espíritu de Jesús no tiene en cuenta el mal ni se alegra en la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad? ¿No es verdad que solo un amor que brota de un corazón que rebosa del Espíritu de Jesús cree en todo, lo espera todo, lo soporta todo? (cf. 1 Cor 13,1-8).
El genio del artista logra mostrarnos la unidad de acción entre Cristo y el Espíritu Santo en el cumplimiento del plan del Padre para la salvación del mundo. Esta unidad se manifestó actuante en la persona de Jesús durante su vida terrena. Desde su regreso al Padre hasta que vuelva, esta unidad está llamada a manifestarse en la persona de todo cristiano, que es hecho partícipe por el Espíritu Santo del misterio de la humanidad del Hijo de Dios. En este misterio, como Jesús mismo reveló, la Eucaristía y el mandamiento nuevo son una misma cosa: «Este es mi mandamiento: amaos los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por aquellos a quienes ama» (Jn 15,12-13). Por tanto, en nosotros, que vivimos, es Cristo quien vive (cf. Gál 2,20).
Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
• La Paloma del Espíritu Santo, tomada del Misal franciscano del Libro de Horas, latín 757, fol. 241v, Giovanni di Benedetto da Como (taller del siglo XIV), Biblioteca Nacional de Francia, París. © BnF, París.
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