La obra de arte

Misa de san Gil en presencia de Carlomagno, Ca. 1500 por Maestro de San Gil

Desde la primera mitad del siglo XV asistimos en los Países Bajos a una renovación pictórica paralela a la que se comenzaba a introducir en la Italia renacentista. Los maestros del norte de Europa, a partir de la generalización de la técnica del óleo, convirtieron realismo y detallismo en signos de identidad de sus obras. Tras los pormenores aparentemente decorativos de sus pinturas se esconden simbolismos disfrazados que enriquecen notablemente el significado último de sus representaciones. Además, también impulsaron los programas iconográficos que, desde el siglo XIII, habían puesto su atención en los santos como intercesores y patronos de los gremios, cuyo crecimiento se asentaba en las ciudades de la Baja Edad Media.

De estos caracteres participó el anónimo pintor que hoy nos ocupa, conocido como Maestro de San Gil porque se conservan dos tablas dedicadas a este santo y atribuidas a su mano. En realidad, ambas piezas formaban parte de un políptico actualmente desmembrado y del que únicamente nos han llegado cuatro pinturas, dos de ellas dedicadas a san Remi, obispo de Reims, y las restantes protagonizadas por san Gil y custodiadas en la National Gallery de Londres: San Gil con la cierva y la Misa de san Gil.

San Gil fue un santo ermitaño del siglo VII, original de Atenas, pero asentado ya en su juventud en la ciudad de Arlés, por lo que desde su muerte fue especialmente venerado en Francia. A menudo en sus representaciones se muestra junto a una cierva, animal que lo alimentaba en el desierto, por lo que el santo la protegió de ser capturada por unos cazadores. La escena de la Misa de san Gil nos introduce en el interior de una iglesia donde el santo oficia en presencia de Carlomagno, según reza una leyenda muy difundida en la Edad Media. En esta se relata cómo, para expiar un pecado cometido por el emperador, san Gil ofreció una Misa y, durante la celebración, un ángel le anunció el perdón de dicha falta.

La escena pone de manifiesto el anacronismo entre sus protagonistas, si bien en las narraciones medievales la figura de Carlomagno se introducía en muchas ocasiones para reforzar el valor de determinados personajes e historias. Así se recoge en la Leyenda dorada, escrita por el dominico Santiago de la Vorágine en torno a 1283:

«Estando san Gil celebrando misa y orando por el rey, un ángel del Señor se le apareció y dejó sobre la mesa del altar una cédula en la que figuraban escritas tres notas y por este orden: en la primera, se consignaba el pecado del rey; en la segunda, se decía que por las oraciones de san Gil aquel pecado quedaba perdonado; en la tercera, se declaraba que toda persona que hubiese cometido cualquier pecado podía estar plenamente segura de que, si invocaba en su favor la intercesión de san Gil, se arrepentía de lo hecho y prometía seriamente no volver a hacerlo, obtendría el perdón de su falta por los méritos del santo».

En cualquier caso, el emperador es individualizado en primer término de la composición, revestido con el manto real y tocado con la corona característica de sus retratos, rematada en su cúspide por la cruz. Carlomagno, obedeciendo al ritual litúrgico de la consagración, se dispone arrodillado ante un reclinatorio velado por un rico ropaje brocado. Su gesto orante se alza sobre el misal abierto que nos recuerda que Carlomagno promovió la creación de manuscritos para su devoción personal. Su imagen en esta pintura nos habla, a la vez, del poder y de la piedad del emperador, destacándose los dos aspectos por los que quería ser recordado en la posteridad.

La mirada y el gesto del gobernante nos conduce hacia san Gil, que eleva la Sagrada Forma ajeno a la aparición del ángel portando el escrito que certifica el perdón de los pecados de Carlomagno. Testigos de la llegada del enviado divino son los personajes secundarios que no podemos individualizar, si bien por su realismo es posible que el pintor partiera de modelos concretos, revestidos anacrónicamente a la moda de finales del XV o principios del siglo XVI. Entre estos pudiera encontrarse el comitente, si bien la falta de documentos respecto a la tabla y a su conjunto original no permiten verificar tal extremo.

Sí podemos identificar la iglesia donde tiene lugar el episodio, no por su coherencia espacial, sino por la individualización de ciertas piezas de orfebrería. Nos encontramos en la basílica de Saint Denis, edificio emblemático de la ciudad de París, pues fue panteón real, relicario monumental de su santo patrón y la construcción que introdujo las nuevas estructuras góticas en Francia, en torno a 1140, de la mano del abad Suger. Sin embargo, el pintor no recrea la profundidad de las naves, ni los cuerpos del alzado, sino que revela a partir de los detalles la importancia de la dinastía carolingia en la historia de la abadía.

En este sentido, sobre el altar se dispone un frontal de oro donado por Carlos el Calvo a la iglesia, minuciosamente trabajado en todos sus detalles, hasta el punto de que casi podríamos hablar del recurso del «cuadro dentro del cuadro». En su eje central, Cristo entronizado, portando una cruz triunfal y el libro de la vida. El marco que exalta su figura sigue la estructura en forma de ocho que también podemos encontrar en miniaturas carolingias coetáneas. A ambos lados, con total simetría y bajo arquerías menores, el programa iconográfico se completa con los apóstoles. Sobre ellos apreciamos la disposición de cruces votivas, que los gobernantes ofrecían a las iglesias, donde pendían suspendidas de los arcos, tal como recoge el pintor. El dominio de la técnica del óleo permite al maestro diferenciar la textura del oro de la de las piedras preciosas que aportan suntuosidad y denotan que estamos ante una donación regia.

Como remate del frontal, una cruz gemada, trabajada cual relicario medieval. La tradición sostiene que la cruz fue tallada por el propio san Eloy, patrono de los orfebres, a petición de Dagoberto I, y que destacaba por su carácter monumental. Dagoberto I fue rey de los francos en la década de los treinta del siglo VII y fundó la abadía de Saint Denis para convertirla en su lugar de enterramiento. Con este motivo realizaría importantes donaciones, entre las que se encontraba la cruz realizada por uno de sus consejeros, Eloy o Eligio. En el siglo XIII, en torno a 1263, los monjes de la abadía quisieron honrar a su fundador con un monumento funerario destacado por un rico programa escultórico.

Precisamente este detalle también se advierte a nuestra derecha, cerrando la composición, trabajado en grisalla, imitación pictórica de la escultura. El maestro ha sabido captar la tridimensionalidad de las formas, como se aprecia en la representación de la Virgen que flanquea el monumento funerario. La monocromía de las grisallas contrasta con los colores vivos que recrean vestimentas y detalles ornamentales.

Más allá del argumento recreado, la pintura se convierte en documento histórico respecto a piezas que desaparecieron tras la Revolución francesa, ya que el frontal de Saint Denis fue fundido en 1793 y la cruz un año después. La precisión de estos motivos ha llevado a proponer que el autor de esta tabla habría trabajado en la ciudad de París, pues conocía bien los modelos.

María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid

Misa de san Gil en presencia de Carlomagno, Ca. 1500, Maestro de San Gil, National Gallery, Londres, © National Gallery Global Limited/AKG.