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El encuentro entre la Virgen y el arcángel
María Rodríguez Velasco

Crucifixión, Ca. 1360-1370
The Cloisters, Nueva York
AUNQUE EN LA TRADICIÓN ANTERIOR piezas como la que contemplamos eran calificadas como «artes menores», actualmente son muy estimadas por su valor iconográfico y litúrgico, y cobran aún mayor relevancia a la luz de los textos espirituales de las distintas épocas. En este caso nos encontramos ante una obra de carácter litúrgico conocida con el nombre de «pax» (paz); se trata de las tablas que los sacerdotes besaban antes de la comunión. Por ser parte activa de la celebración, las figuras y escenas que representaban debían recordar el sentido último de la Eucaristía como renovación del sacrificio de Cristo. Así se advierte en esta Crucifixión, trabajada por un maestro anónimo en la segunda mitad del siglo XIV en el ámbito de los talleres alemanes. El marco de cobre dorado fue añadido para enriquecer la imagen ya a finales del siglo XV.
Bajo el marco de una triple arquería se ordenan las figuras de este Calvario donde se funden realismo y simbolismo mediante gestos y atributos iconográficos. La composición queda centralizada por la figura de Cristo sufriente, propia de las manifestaciones góticas, que dejan atrás las imágenes de Cristo triunfante sobre la cruz. En la Baja Edad Media, atendiendo a las herejías que negaban la doble naturaleza de Cristo, se insiste a los artistas en la conveniencia de explicitar su humanidad también en la crucifixión. Por ello es frecuente que se acentúe la torsión de su anatomía y que los clavos se reduzcan a tres, superponiendo los pies para generar mayor tensión, como apreciamos en este relieve. El dominio de la línea curva en el arco de los brazos o en la disposición del torso subrayan la sensación de peso del Cristo muerto. En su tratamiento, el artista trabaja de forma desigual la anatomía, con un perizoma de gran desarrollo donde los pliegues se van adaptando a la curvatura de las piernas.
Simétricamente dispuestos a ambos lados de la cruz, jerarquizados en sus proporciones, se presentan la Virgen y san Juan evangelista, obedeciendo al hecho histórico narrado en los evangelios, en los que se recoge cómo san Juan recibe a la Virgen como Madre y el discípulo es acogido por ella como hijo. Ambos personajes expresan el dolor en sus rostros y mediante la gestualidad de sus manos. Mientras la Virgen se muestra en actitud orante, el joven discípulo se lleva la mano a la mejilla, gesto arquetípico de sufrimiento que se generalizó en la escultura funeraria de la Baja Edad Media. La disposición de la Virgen a la derecha de la composición, a los pies de la cruz, no es aleatoria, ya que se consideraba que este era el lugar de honor, aunque en las muchas representaciones de la crucifixión que se sucedieron en el siglo XIV no son pocos los ejemplos en que se rompe esta estricta simetría.
En la pieza que contemplamos, la disposición de María propicia su proximidad al costado abierto de Cristo, lo que evoca las interpretaciones alegóricas que, desde la tradición patrística, presentaban a la Virgen como imagen de la Iglesia o como Madre de la Iglesia. En este sentido, cabe recordar que de la llaga del costado manaron sangre y agua, símbolos del sacrificio de Cristo y del Espíritu que anima la Iglesia, así como del bautismo y la Eucaristía, sacramentos de la iniciación cristiana.
Junto a estas lecturas alegóricas, a partir del siglo XIII la composición del himno litúrgico Stabat Mater llevó a una mayor humanización en el tratamiento de la Virgen dolorosa a los pies de la cruz. Los gestos convencionales dejan paso a un mayor realismo al compás de los primeros versos de la secuencia litúrgica, atribuida por igual al franciscano Jacopone da Todi y al papa Inocencio III: Stabat Mater dolorosa / iuxta crucem lacrimosa. La indudable influencia de esta invocación sobre las imágenes se vio reforzada a su vez por las Meditaciones de la vida de Cristo (1300), donde san Buenaventura describe que «entonces, la Madre, casi muerta, cayó en brazos de María Magdalena». En esta misma línea se pronuncia, hacia 1371, santa Brígida de Suecia en Las revelaciones celestiales, donde es la Virgen quien cuenta: «Viéndolo ya casi muerto, caí sin sentido». El dolor extremo de María llevó en la Baja Edad Media a sumar un nuevo matiz a su papel de madre y de testigo: el de corredentora.
Esta última connotación cobra especial presencia en este marfil con el atributo iconográfico más significativo de la imagen: la espada que une el costado de Cristo con el corazón de la Virgen. Este motivo es especialmente relevante para enriquecer el significado de la imagen, ya que nos remite a la advertencia que el anciano Simeón le dirigió a la Virgen cuando Jesús fue presentado en el templo: «Una espada te traspasará el alma» (Lc 2,35). Esta fórmula iconográfica se va a consolidar en el siglo XVII, cuando podemos encontrar hasta siete espadas clavadas en el corazón de la Virgen para responder a la devoción de los siete dolores de María. El marfil nos muestra que en el Calvario encuentran cumplimiento las palabras de Simeón: la espada sintetiza el camino de obediencia y fidelidad de la Virgen, desde la infancia de Cristo hasta su muerte y resurrección. En este tiempo, la Madre fue testigo de muchos episodios, conservando «todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).
Frente al gesto más contenido de la Virgen y de san Juan, en primer término, destaca la mayor teatralidad de Longinos y Stephaton. Longinos, el portador de la lanza, gozó de gran protagonismo en las imágenes de la Edad Media, por tratarse del soldado que reconoció a Cristo como Mesías a los pies de la cruz. Los evangelios apócrifos lo citan ya como «el fiel centurión» y lo identifican con un nombre concreto, aspecto de gran relevancia si tenemos en cuenta que estos textos se convirtieron en constante fuente de inspiración para el arte. Así, en el capítulo décimo del evangelio de Nicodemo, podemos leer que «un soldado, llamado Longinos, tomando una lanza, le perforó el costado, del cual salió sangre y agua». La Glosa ordinaria, escrita por Walafrido Estrabón en el siglo IX, contribuyó a la popularidad de Longinos, al presentarlo como un centurión ciego milagrosamente curado al caer sobre sus ojos la sangre de Cristo.
Stephaton, el portador de la esponja empapada en vinagre, fue, frente al anterior, un personaje de carácter impopular en la Edad Media, ya que los escritos medievales lo presentaban como símbolo del pueblo judío y de la Antigua Ley. De nuevo podríamos señalar la inspiración en la Glosa ordinaria, donde se dice que «el vinagre con que empapa la esponja es la antigua doctrina que acaba de corromperse: porque, en adelante, la Iglesia será la única en verter el vino generoso de la ciencia divina». Ambos personajes fueron desapareciendo a medida que nos acercamos al arte de la Contrarreforma, ya que entonces se recomendó a los artistas la literalidad respecto a los evangelios y el alejamiento de las fuentes apócrifas, por lo que las imágenes de la crucifixión priorizaron la contemplación de la figura de Cristo, eliminando personajes secundarios u otros motivos que distrajeran la atención de los fieles.
María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
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Crucifixión, Ca. 1360-1370, The Cloisters, Nueva York. © Dominio público.
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La Anunciación que contemplamos responde al encargo de la noble perusina Laura Pontani Coli para la capilla familiar en la basílica de Nuestra Señora de los Ángeles (Asís). Para ello, Barocci recurrió a un modelo propio, copiando una de las pinturas que había realizado años antes, entre 1582-1584, para el duque de Urbino, uno de sus principales comitentes.
Barocci, que en 1566 había ingresado en la Orden de los capuchinos, nos introduce en la sencilla casa de Nazaret con detalles de marcada cotidianidad que contrastan con el rompimiento de gloria superior, donde las figuras del Padre y el Espíritu Santo hacen presente la Trinidad en el momento de la encarnación del Hijo. De esta forma, el pintor tiñe la composición de la solemnidad requerida para el arte de la Contrarreforma. La mirada del Padre nos lleva al encuentro entre la Virgen y el arcángel, cuyos gestos teatrales sintetizan el diálogo entre ambos.
La riqueza de la paleta cromática viva y contrastada, propia de la transición al barroco, subraya la monumentalidad de las figuras y equilibra los distintos planos de la composición, trabados a su vez por un magistral tratamiento de la luz. La perspectiva lineal nos ayuda a recorrer la estancia, mientras advertimos motivos que enriquecen notablemente el significado de la pintura: el cesto de costura, que evoca los escritos de tradición oriental que señalaban que María tejía el velo púrpura del templo cuando fue sorprendida por el anuncio del ángel; el paño blanco que refiere pureza, idea también recogida en la vara de azucenas portada por el ángel.
A estos se suma el libro de las Escrituras, probablemente abierto por la profecía de Isaías sobre la concepción del Mesías. Tras este detalle, los cortinajes abren la arquitectura a un paisaje exterior en el que adivinamos la silueta del palacio ducal de Urbino, ciudad natal del pintor, a menudo presente en sus obras.
Lo humano y lo divino se funden en esta imagen propia del manierismo que anticipa la teatralidad propia del barroco mediante el lenguaje personal de Barocci.
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• Anunciación, Ca. 1596, Federico Barocci (Ca. 1535-1612), Basílica de Nuestra Señora de los Ángeles, Asís. © Foto Scala, Florencia, Dist. GP-RMN/image Scala.
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