El comentario de la portada

El Niño de la Espina por María Rodríguez Velasco

Zurbarán es uno de los máximos exponentes de la Escuela sevillana del siglo XVII. Sus obras respondían a las propuestas de la reforma católica que consideraba la pintura como instrumento privilegiado para combatir el protestantismo. Por ello, trabajó prácticamente para todas las órdenes religiosas y definió nuevas fórmulas iconográficas para la devoción particular, como se observa con El Niño de la Espina, que reinterpretó en varias ocasiones. Aunque de origen extremeño, está constatado el aprendizaje de Zurbarán en Sevilla, inicialmente de mano de Pedro Díaz de Villanueva, pintor de imaginería, y posteriormente en los talleres más relevantes de la ciudad, los de Herrera el Viejo y Francisco Pacheco, donde conoció a Velázquez.

La pintura que contemplamos nos invita a una profunda reflexión sobre la pasión de Cristo desde la cotidianidad de la casa de Nazaret, recreada con una anacrónica arquitectura clasicista. En su interior, el niño Jesús, revestido de una túnica de color penitencial, se ha herido la mano al trenzar una corona de espinas, presagio de su pasión. Los tallos espinosos han caído al suelo quedando la tarea inconclusa.

La idealización del rostro del Niño, resaltada a su vez por la aureola de luz dorada que denota el carácter sobrenatural de la escena, contrasta con el realismo de los motivos sobre la mesa, que componen un auténtico bodegón. Su naturalismo encubre ricas alegorías: la vasija transparente y las flores blancas son símbolo de la pureza, las rosas refieren el amor místico; el libro, las Escrituras y el jilguero, según el Bestiario toscano, son imágenes de la misericordia de Dios. Todo en este lienzo nos lleva a meditar sobre la pasión de Cristo desde una imagen de infancia.

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María Rodríguez Velasco

El Niño de la Espina, Ca. 1645-1650, Francisco de Zurbarán (1598-1664), Museo de Bellas Artes, Sevilla. © Leonard de Selva/Bridgeman Images.

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Portada semana santa

Ars nova y devotio moderna

A finales del siglo XIV y a lo largo de todo el siglo XV, especialmente bajo el impulso de las fraternidades de los Hermanos de la Vida Común, se desarrolló en Flandes y Holanda una nueva forma de piedad y espiritualidad que tomaría el nombre de devotio moderna y que, al final, fundiría armoniosamente sus riquezas en el tesoro de las espiritualidades católicas. El movimiento trataba de equilibrar la práctica inducida por la liturgia pública y oficial –que con demasiada frecuencia se vivía de manera demasiado formal y superficial– con una piedad íntima que considera que la vida del cristiano se desarrolla ante todo en lo más profundo de su ser. Ya no busca fusionarse con Dios elevándose hacia él, según el ideal de la espiritualidad medieval. Como es Jesucristo quien viene a habitar en el cristiano, ahora se trata de hacerlo vivir en nosotros imitando su vida aquí en la tierra.

Esta imitación de Jesucristo, incluida la imitación de su caridad en una vida activa, contrarresta el riesgo de que el adepto a la devotio moderna se hunda en el subjetivismo espiritual y en el individualismo. De este modo, se debe valorar el «sacramento del hermano», que ofrece infinitas oportunidades para el encuentro real con Jesucristo en la vida verdadera y para la consagración a su servicio. Así lo atestigua una anécdota (que cito aquí de memoria) tomada del gesto del beato Juan Ruysbroeck. Durante la Misa en comunidad, el beato ve a un hermano que sostiene en sus manos un humeante cuenco de té de hierbas aromáticas. Cuando le pregunta la razón, el hermano respondió: «He preparado este remedio para un hermano que está gravemente enfermo; estoy esperando para llevárselo hasta el final de la Misa, porque hay que servir primero al Señor Dios». Y el beato respondió: «Ve inmediatamente y lleva la medicina a tu hermano enfermo, porque el Dios al que irás es tan verdadero como el Dios que dejarás en la Misa». A las Hermanas de la Caridad que tendían a privilegiar el Oficio Divino sobre el servicio a los pobres, san Vicente de Paúl les repetía incansablemente: «Hermanas mías, no es dejar a Dios, sino dejar a Dios por Dios».

Para apoyar esta nueva espiritualidad, la pintura flamenca y holandesa hizo corresponder un ars nova a la devotio moderna. A este nuevo arte, lanzado en particular por los Van Eyck, se vincula la obra que ilustra la portada del Magnificat de Semana Santa. Se puede observar el hiperrealismo que caracteriza este arte: busca reproducir la ilusión del mundo visible hasta en sus más mínimos detalles, para abrirse mejor a la contemplación del universo invisible en lo más íntimo de uno mismo. Obsérvese la sutil luz que baña la composición y el fondo dorado que significa el reino de Dios cuya reina es ahora la Madre de Cristo.

Este pequeño cuadro, que estaba destinado a la devoción privada, busca comunicar una emoción y crear una fuerte empatía en el sujeto. Normalmente, la representación de la Virgen de los Dolores se asociaba a la representación del Cristo coronado de espinas, como se puede ver en el díptico del Museo Suermondt-Ludwig de Aquisgrán1. El modelo creado por Dirk Bouts (1415-1475) tuvo tanto éxito que hubo de lanzar una serie de copias, que duraron casi un siglo en el taller de Albrecht Bouts (Ca. 1451/55-1549), hijo del artista y también genial pintor.

Pierre-Marie Dumont

Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco

1. Albrecht Bouts (Ca. 1451/55-1549), Ecce Homo y Mater Dolorosa (Ca. 1500-1515), Museo Suermondt-Ludwig, Aquisgrán, Alemania. La obra se puede ver en la Web de Magnificat: www.magnificat.fr/couverture.

 

Portada: Mater Dolorosa (1480-1500), Dieric Bouts (Atelier, siglo XV), Instituto de Arte de Chicago, Illinois, Estados Unidos. Foto: dominio público.